Por: L.Morgan Finkelstein

“...escribir unos poemas y morir tuberculoso en una buhardilla húmeda me parecía un destino maravilloso...”

(Carlos Ardohain.)

Entre las muchas y muy notables virtudes de la franca y bonachona estupidez, la tenacidad es quien habiendo consumado los más altos servicios, goza de mayor autoridad entre sus colegas; pues merced a sus torpes gracias, desde hace mucho se profesa en los altares de lo indiscutible, donde siquiera osan aproximarse las culebras de la duda, que lo trágico, lo oscuro y lo terrible sellarán en la producción artística una impronta de calidad y un sentido profundo, expulsando esto el raquítico resultado de tornarla de la manera antedicha, y guadañarle al paso el tránsito por una belleza más pura, que sacuda el florecido cerezo de las emociones sanas y la luz.

Melancolía, Muerte y Miseria, amores desencontrados o macabros, escatología y necrofilia, conformaron un patrón estético llegado bajo la capa del romanticismo, subversivo y válido para el siglo XlX y hasta bien pasada mitad del XX, cuando pegó sus dos últimas bocanadas de aire con el neorrealismo italiano de postguerra y el realismo sucio norteamericano, pero hoy hallándose el clavo clavado, por más que se lo siga golpeando y golpeando no ha de calar más hondo, su camino terminó y por tanto no podrá dar más de sí. (“D’on ho n’hi ha, no en raja” decimos los catalanes, o sea que de donde no hay no se saca. ) Tal prejuicio, por desinteligente extendidísimo, presenta a la miseria y al dolor como los infalibles amigazos del artista en su proceso creativo, siendo que cuando éste acontece en medio tan infausto, será por la mera fuerza de lo inevitable, con esa prepotencia de flor blanca que a pesar de todo se abrirá paso por entre el barro tan cochino. No han de menester aquellos que a las artes dediquen sus afanes, devorar triples porciones de la torta del sufrimiento universal para arrancar los tesoros ocultos en el aire. Hay como una doble morbosidad inmunda y largamente asquerosa entre “el poeta maldito” inmolándose en su vida masoquista; entretejiéndose para el retrato una dorada gorguera de gusanos pútridos, y un público que disfrutará tanto más de sus poemas en cuanto más informado de sus tremendos infortunios esté. Sicilianamente defendemos que la maldición atrasa a la obra que desprovista de lastre semejante alcanzaría mayores proporciones en lo largo de la calidad y lo ancho del número. Aquél que pueda, véngase a negar provisto de razones, que, por ejemplo, Vincent van Gogh o Franz Shubert habrían compuesto más y mejores cosas con leña en la chimenea y el buen vino, el querido pan y los amados espaguetis humeando sobre la mesa. El camino de las espinas y el dolor no produce arte, todo cuesta arriba, todo pum para abajo, sin que aguarde en el final premio o redención alguna.

No voy a venir a ser yo quien descubra que Poe, Lautremont, Pizarnik, Celine, Michaux, Artaud, Daumal, Baudelaire y otros tantos son grandísimos poetas, los he amado, me han llenado la testa y espíritu de pesadas y dañinas tonterías y con el tiempo les he perdido el respeto, el sacrosanto respeto. Al comparar sus obras y sus vidas pareciera una tour de force a ver quien la cuenta más grande, quien remará más lejos en el horror y la podredumbre y el campeón saldrá entre aquellos que conciban y soporten mayores caudales de sufrimiento. Comentando su poema El Cuervo, decía Poe que la tristeza es el tono conveniente a la poesía, y que si se trata de la muerte acompañando a una mujer, ya se ha logrado un clima perfecto. Pero Poe vivió toda su vida obsesionado por la muerte prematura de su amada, y el tema le dio para escribir 3 cuentos monumentales como Eleonora, Ligeia, Berenice y otras composiciones menores de gran factura. No obstante ya ha pasado más de un siglo y medio, y resulta imperioso que la búsqueda poética explore senderos que no estén tan pisoteados. ¡Basta de poesía con hedor y cadáveres! Ya basta. Tanto padecimiento ya no conmueve, apenas aburre. “Alguien cae en su primera caída” dice un poema de la Pizarnik que tan sólo dice eso; “….y sí, (reflexiona Celine en su “Viaje al fin de la noche”) uno se va convirtiendo en un lagarto repugnante…” Ok, ok, corococó. Basten estos dos ejemplos: sabemos que en cualquier lugar del mundo hay gente tropezando ahorita mismo y besando la halitosa boca de la desazón y otros habrá, que en una pesadilla repentina, contemplan reventado por una piedra al dulce pájaro de la juventud contra el espejo y al abyecto lagarto de la vejez que asoma y todo lo invade, entonces brota la pregunta ¿para qué añadir más atrocidad al sufrimiento, tiniebla a la oscuridad y sal al dolor? ¿Acaso no es más salubre y valiente jugarle plenos al cero y, en lugar ir derramando viscosas lágrimas por la esfumada juventud, exaltar a las ganas de hacer locuras que no quieran marcharse? —¿No diremos también que es irracional, indolente y amigo de la cobardía todo aquello que recuerda nuestras desgracias y nuestros lamentos, sin encontrarse nunca saciado de ellos?—”; pregunta a su vez Sócrates en La República, y a coro le responden sus discípulos “—Eso diremos—”.

No postulamos con esto que deba uno convertirse en un boludón alegre que ve mariposas, atardeceres y colibríes por doquiera y circule megáfono en mano proclamando impúdicas cursilerías tales como “vive el momento” “la vida es un don maravilloso” o “ despertarse a un nuevo día y caminar bajo el sol, ya es un milagro”. Ni menos aún que una tragedia bien plantada en sus 17, deba por fuerza derivar en el jardín de las margaritas y los cisnes, apuntamos a que dicha tristeza a priori tan sobrevaluada, desvaloriza hoy a la obra llevándola hacia los aburridos establos de la previsibilidad; y que como recurso se encuentra tan ajado por el uso que delata la cómoda imaginación de un autor quien ante la primeriza dificultad de resolver una ficción que a todos deje más o menos contentos, optará por la salida fácil: matar o mutilar internamente a los personajes y pegotearlos contra la ventana sin amor y vencidos; convocando para el final algún cursi fenómeno climático. La felicidad como tema requiere abandonar el sofá mental, ser un resorte viajando hacia una nueva pulsión imaginativa; girar las tuercas de las sienes generando otro movimiento en los engranajes de la inteligenzia tal y como han debido hacer ciertos creadores en épocas oscurantistas, superando con mucho sus planes originales gracias a la fuerza empleada en driblear la marcación de la censura. El jugo de cerebro es una receta infalible que necesita de un solitario ingrediente, el trabajo. Sólo en casos extraordinarios y puntuales (Homero, Magritte, Shakespeare, Handel, …) es lícito hablar del “don”, pero que la tarea artística dependa de los rayos de una inspiración celestial, es otro mito que como toda gilipollez que se precie, enraíza en lo profundo del inconsciente popular. Cualquiera que haga girar tres veces la palanca de la voluntad puede escribir, pintar o cantar o nadar o levantar una pared o hacer el pan. Los oficios se adquieren.

(Continua en la próxima edición)
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